Mi primera vez caminando por Roma

Me gusta decir que Roma me escogió porque siento que fue así. Postulé a varios intercambios de trabajo en ciudades como Praga, Viena, Estambul, en países como Croacia, Grecia y Hungría, pero nada pasó.  Seguía con un poco de desesperanza mi proceso de escribir a los posibles hosts, hasta que un día se publicó el intercambio de trabajo perfecto: creando contenido para un blog en Roma.

Fue así que llegué a Roma, una ciudad que nunca estuvo en mis prioridades. Obviamente como buena capital siempre me pareció atractiva, pero dado el poco tiempo que dura la visa Schengen prefería enfocarme en otros destinos.

Quiso el universo que terminara entre las calles de Trastévere escribiendo como enfermita de la cabeza y comiendo como si tuviera inanición.

Pero antes de todo eso que considero el festín de la vida, existió la primera vez en que salí a caminar por las calles de Roma. Me tomé el metro y me bajé en una estación que decía Fontana di Trevi al lado. Pensé: voy a ir a pedir un deseo.

Make a wish!


Caminé buscando la fontana con muy poca expectativa porque sabía que iba a estar lleno de gente y porque, en general, soy una gran admiradora de playas y paisajes naturales, pero no tanto de las maravillas construidas por el hombre. No es que no las aprecie, claro que las aprecio, pero sinceramente mi cerebro no dedica ni un solo minuto a pensar en las intrincadas maneras en que lograron construir las pirámides o los moais. Qué sé yo. No me desvela.

Puedo admirar la belleza en una construcción, pero eso es todo. Quizás por eso mi interés por Macchu Picchu es nulo. Lo sé, tírenme piedras.

En fin. Fui en busca de la fontana para pedir un deseo y cuando comencé a acercarme me preparé para el exceso de gente que es algo que, en general, no me molesta mucho. Mientras podamos convivir en paz, la muchedumbre es tolerable.

De un momento a otro apareció la Fontana di Trevi frente a mis ojos y me dio una emoción de aquéllas que pocas veces sientes en la vida cuando visitas una nueva ciudad.

Era una emoción como la que sentí cuando vi el Caribe por primera vez. Mira lo que te estoy diciendo... es muy serio esto.

Estoy en el Coliseo, mamita!
Y esa misma emoción se volvió a producir ese mismo día cuando caminaba rumbo al Coliseo. Porque vi en el mapa que estaban tan cerca que me pareció un desperdicio no visitarlo en ese mismo momento.

Nuevamente grandes emociones.

Al desglosar e interpretar estas emociones te voy a decepcionar un poco. Porque no son respecto de los monumentos en sí. No es la Fontana (aunque la fontana es hermosa, hay que decirlo), no es el Coliseo, no es el Panteón, no es la Basílica de San Pedro; es el sueño de una vida de estar viajando tras crecer pensando que todo este tipo de experiencias estaban vedadas para mí y eran privilegios para otro tipo de personas con otro tipo de historias tan distintas a la mía.

Es recordar en la televisión a Matilde Burgos transmitiendo desde Roma durante tantos años, en lo que para mí no era más que eso: una piazza tras una pantalla. La visión de tantas cosas que no son para uno.

Roma es también la culminación de toda una cultura aprendida durante años que finalmente se materializa ante mis ojos. Te repito: no son los monumentos; es el hecho de haberlos estudiado, de leer sobre ellos en los libros, de escuchar clases enteras sobre el imperio, de memorizar fechas para una prueba. Es estar finalmente caminando por sus calles y poner una esquina exacta para trazar la ruta por la que te los encuentras.

Es decir una y otra vez como un disco rayado: no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí, no puedo creer que estoy aquí.

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