Una canción sobre una isla en el medio del mar

Adiós, Roatán 
La vida de isla. La tranquila vida en la isla. Su temperatura constante y sus cambios de ánimo repentinos manifestados en forma de tormentas eléctricas. La imposibilidad de determinar el clima con anticipación y propiedad.

La calma de sus calles con poco tráfico que se intensifica en las zonas más cercanas a la playa. El derroche de piel y los vendedores de todo lo que existe.

Una vida para transitar a paso moderado. Con horarios relativamente flexibles, pero con un ferry implacable que sale a las 7.00 en punto sin esperarme cuando llego a las 7.06. Es el tiempo en la isla.

Una isla que repite su paisaje acuático con las aguas turquesas de un lado y las olas furiosas reventando del otro. ¿Cómo es eso posible? Corrientes que han perdido la noción de calma y que se estrellan contra las zonas más rocosas en que nadie habita. ¿Cómo es eso posible?

Precios caribeños prohibitivos, precios de isla. Comercios artesanales falsos que hacen circular los mismos collares y las mismas pulseras que yo he visto en toda América. La presencia de China trasciende el aislamiento de mis islas porque, al fin y al cabo, nada es imposible (weón, ni una weá).

Una isla a la que llegar por mar o por aire. Mi isla soñada, mis playas de infancia, las que veía en folletos dispuestos en fila en un stand del supermercado Almac. El mar con el que siempre soñé, los colores que habitan mis recuerdos, la arena como harina para pegarse a mis manos y un sol permanente que nunca defrauda. Anhelar desde lejos un día futuro en el que mis pies caminaran entre las palmeras, con mis ojos avistando desde lejos una playa que creció en mi memoria y que se vuelve infinita.

Todo lo demás que rodea este instante es parte incombustible de un viaje perfecto. El reguetón sonando fuerte, los gringos rojos como jaibas, el crucero que llega algunas veces en la semana repleto de transacciones comerciales por cumplir. Las masajistas de ocasión (¿siquiera serán buenos sus masajes?), las miradas furtivas en el ambiente de poca ropa, los mangos botados por todo el camino en la época en que madura la fruta más abundante de este territorio. Un coco con una bombilla y el descubrimiento de su acidez... 31 años comiendo coco artificial me han condicionado para el momento verdadero y la decepción.

Más allá, los niños con sus polerones acuáticos, protegidos contra cualquier posibilidad de daño solar... Los niños con sus padres tomados de la mano en la orilla de la playa, temiendo el acecho de las olas impertérritas del Caribe. Me río.

Siempre me pregunté cómo será conocer la playa por primera vez; una experiencia que yo no tuve porque desde siempre he ido a la playa, igual que estos niños.

Pero todos ellos nunca podrán saber lo que se siente al llegar a la isla por primera vez. Lo que siente al ver los colores desde un avión. El corazón estallar de emoción sin poder contenerse. Nunca lo soñaron, nunca trabajaron para ello. Pobres niños. Pobres niños que nunca podrán ansiar con el alma esto que yo ansié y descubrí.

Pobres, que no podrán llorar dentro de sus lentes de sol mientras miran un cayo a lo lejos y suena, de súbito, una canción sobre una isla en el medio del mar.


No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.